Empecé por colgar Imagine de John Lenon en mi facebook. Nada de campañas políticas por ahora, solo poesía. Y voy a continuar publicando un pequeño cuento que espero que os guste. A ver si así recupero a los lectores y lectoras entrañables que me acompañan desde hace tiempo y que últimamente me hacen poco caso (seguramente bien merecido) porque no hago más que hablar de cosas desagradables. Cosas de las que, por supuesto, no dejaré de hablar solo intentaré intercalarlas.
PECADOS O SUEÑOS
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A punto estaba de acabar el curso y ganar por fin la anhelada libertad de las vacaciones, cuando mi inocencia sufrió el primer revés y mi espíritu la primera bocanada de aire fresco que me hicieron ver las cosas de otra manera.
Eso es muy malo Carlota, vas a ir al infierno, me dijo Mónica, mi hasta entonces amiga de confidencias, cuando le abrí mi alma y le conté el mayor de mis secretos, Deberías confesarte con el padre Millán, insistió muy segura de que así podría salvarme del pecado, ¡No!, respondí con un grito de repulsa, el padre Millán es un tocón, la última vez que estuve con él me tocó aquí, dije señalando mis partes más íntimas, Pero eso no es malo, replicó Mónica, porque el padre Millán es un hombre santo y no hay pecado en él. Yo no estaba muy segura de mis razones, pero desde luego no ganaban mi confianza las suyas, ¿por qué no había pecado en que me tocara un viejo gordo con el labio caído y los ojos de sapo y sí lo había en que yo estuviera locamente enamorada de tío Guillermo, el hombre más guapo de la tierra?
Después de aquello dejé de confiar en Mónica y aprendí a guardarme los secretos. Sin embargo, el temor de ir al infierno me atormentaba porque cuanto más se acercaban las vacaciones, más alegre me sentía con la idea de volver a ver a tío Guillermo. Hasta en las pesadillas estaba divino y hacía que me estremeciera de placer cuando, encarnando al demonio me miraba con sus ojos penetrantes y su sonrisa me hacía entreabrir los labios esperando sus besos. Por las mañanas despertaba cubierta de sudor y con las sábanas revueltas a mi alrededor, sin embargo, por las noches, cuando las demás dormían, me levantaba a abrir la ventana por donde entraba tío Guillermo en mis sueños para meterse en mi cama.
Papá no vino al pueblo con nosotras, No puedo prohibirte que los visites, le había dicho a mamá, pero tú no puedes obligarme a aguantar a tu padre. Mamá protestó, No sé por qué te pones así, siempre te ha tratado con respeto, Venga Delfina, dijo él, sabes que no me soporta. Es un viejo liberal y engreído, y nunca ha podido digerir que haya tenido éxito en mi carrera política. Al llegar a ese punto de la discusión, que a papá siempre agradaba acabar con el colofón “éxito en mi carrera política”, mamá se encogía de hombros, suspiraba con resignación y caía en brazos de la melancolía que la distanciaba de mí y de cuantos había a su alrededor, hasta el día que Vicente, el chofer de los abuelos, venía a recoger nuestras maletas y buscaba a mamá para decirle, ¿Nos vamos, señora?
Mamá titubeaba unos instantes mirando a su alrededor, como si pidiera permiso a la casa para ser feliz, y acto seguido me llamaba a gritos, me atraía hacia ella, posando su brazo izquierdo sobre mis hombros, no era mucho más alta que yo al natural pero con tacones me pasaba toda la cabeza, y nos dirigíamos al auto junto al que se hallaba la figura amable de ojazos negros de Vicente. Aquel día, ya cumplidos los doce años, noté como el jolgorio se adueñaba de mamá. A medida que me hacía apresurar el paso hacia nuestra libertad, podía sentir cómo arreciaban los latidos de su corazón y sus labios se abandonaban poco a poco a la sonrisa. Entramos en el auto muy comedidas, oyendo el golpe de la puerta que Vicente cerró a nuestras espaldas. Mamá creía que papá tendría algún espía observando desde alguna ventana de la casa, Hasta puede que lo haga él mismo, murmuraba entre dientes, segura de que yo no me enteraba.
A mitad de camino entre la austera llanura y las alegrías del mar, mamá recuperaba su niñez y le decía a Vicente, ¡Para, para, para! Entonces me daba un beso y me decía, ¿Verdad que no te sabe mal que vaya delante?, Claro que no, le contestaba devolviéndole el beso. Era un ritual que se repetía cada año desde que tenía uso de razón. Yo sabía que, tras un saludo efusivo entre ella y Vicente que la esperaba fuera del coche para abrirle y cerrarle la puerta, en el que no faltaban un fuerte abrazo y dos besos en cada mejilla, Para recuperar las ausencias, decían entre risas, mamá se sentaría al lado de Vicente, le preguntaría por Rosario, su mujer, por sus hijos y su padre, y tras cumplir con las buenas costumbres, empezarían a recordarse anécdotas de sus infancias compartidas, historias de travesuras inocentes y divertidas que a mí me entusiasmaba escuchar.
Aquél día las anécdotas se hicieron esperar, Padre murió el pasado febrero, dijo Vicente dejando de sonreír, ¡Oh, qué lástima, cuánto lo siento Vicente!, y ambos bajaron la cabeza y guardaron silencio durante unos momentos, no muchos, sólo unos cuantos para cumplir. Al fin y al cabo no fue tan bueno el viejo. Se volvió blando de mayor, pero de joven pegaba a sus hijos con cualquier pretexto. A su mujer dejó de pegarla porque el patrón, Don Luis, los reunió a todos un día que tuvo que asistir al entierro de una muchacha muerta a palos por su joven marido, que no soportó la idea de que todos los hombres se giraran para mirarla. Después del sepelio, muy serio y tratando de reprimir las lágrimas que empujaban por salir, Don Luis, a quien también agradaba ver pasar a la muchacha con el cántaro en la cintura y moviendo las caderas redondas mientras sus ojos vivarachos miraban al frente sabiéndose observada y demostrando cuanto le gustaba gustar, acopló la voz para imponer autoridad y dijo, Si me entero de que alguno le pone la mano encima a su mujer, yo mismo me encargaré de hacer justicia y le arrancaré la piel a tiras, porque si os echo ellas irán tras vosotros y seguirán sufriendo, mientras que si os liquido, ellas se quedarán aquí tranquilas sacando adelante a vuestros hijos.
Las extravagancias del señorito ampararon a las mujeres pero nada hicieron en favor de los niños, que siguieron recibiendo las palizas de sus padres como sistema único de educación, aunque si alguna vez algún padre se excedía, Don Luis tomaba cartas en el asunto. Como en el caso de Vicente, a quien arrancó del seno paterno después que su madre muriera y lo puso a trabajar al servicio de la señorita Delfina. Los hermanos mayores de mamá habían marchado a estudiar a la capital, el pequeño, Guillermo, acababa de nacer y mamá, a sus siete años y acostumbrada a ser el capricho de los mayores, se quedó muy sola.
El abuelo no quiso que mamá fuera a una escuela para niñas, creía que se volvería tonta en ese ambiente, él que tanto había luchado por las escuelas mixtas y laicas cuando la República, así que decidió educarla en casa y que tuviera a un niño como compañero de juegos. De esa manera, creía él a pies juntillas, lograría forjar a una mujer libre. Sin embargo, el abuelo no contó con el amor y mamá se enamoró de su amigo de juegos antes de cumplir los doce años. La abuela, que hasta entonces había acatado con resignación las, según su punto de vista, tonterías de su marido, puso el grito en el cielo cuando los dos niños fueron sorprendidos bañándose desnudos en la playa y no dejó en paz al abuelo hasta que logró enviar a mamá al internado de la capital, en el que más tarde fui yo quien tuvo que soportar la austeridad moral de las monjas carmelitas.
Tras el breve luto, propio de un pésame bien dado y bien recibido, las risas volvieron a los asientos delanteros y yo, que había soportado estoicamente una tristeza que no compartía, deseaba más que cualquier otra cosa disfrutar de aquella magia que sabía no duradera. Por eso, cuando el presente de carne y hueso intentó colarse por las ventanillas abiertas de par en par y provocó un repentino pensamiento de culpabilidad que oscureció el semblante de mamá, yo, como un ángel de la guarda que velara por su felicidad, irrumpí en sus pensamientos, apoyando los brazos en los dos asientos delanteros y diciendo a gritos, ¡Más, más! Seguid contando. ¡Me gusta tanto oíros! Los dos rompieron a reír como chiquillos y siguió reinando la alegría. Hasta que llegamos al pueblo y mamá y Vicente volvieron a sus particulares realidades.
La abuela se acercó a nosotras impaciente sin dejar de exclamar, ¡Mis niñas, mis niñas!
El abuelo nos sonreía a medida que se acercaba despacio, con una tenue sombra en la mirada al observar que Vicente y su hija mantenían la distancia propia de sus diferencias. Seguía pensando que, de no haberse metido por medio su mujer, habría logrado hacer de su hija una persona feliz. Aunque siguió enamorado de la abuela hasta el fin de sus días, nunca se lo perdonó. Siempre creyó que su empeño en hacer de Delfina una mujer como es debido, fue la causa de que mamá se casara con un energúmeno como papá, Un fascista sin escrúpulos ni capacidad para amar tan siquiera a los suyos, le decía a mi abuela con rencor cuando ésta trataba de defender el matrimonio de su hija, Nunca, nunca será Delfina feliz junto a ese hombre y tú tienes la culpa de todo. Entonces la abuela lloraba y el abuelo perdía los papeles. Don Luis no fue nunca capaz de soportar el llanto de los demás.
El abuelo nos sonreía a medida que se acercaba despacio, con una tenue sombra en la mirada al observar que Vicente y su hija mantenían la distancia propia de sus diferencias. Seguía pensando que, de no haberse metido por medio su mujer, habría logrado hacer de su hija una persona feliz. Aunque siguió enamorado de la abuela hasta el fin de sus días, nunca se lo perdonó. Siempre creyó que su empeño en hacer de Delfina una mujer como es debido, fue la causa de que mamá se casara con un energúmeno como papá, Un fascista sin escrúpulos ni capacidad para amar tan siquiera a los suyos, le decía a mi abuela con rencor cuando ésta trataba de defender el matrimonio de su hija, Nunca, nunca será Delfina feliz junto a ese hombre y tú tienes la culpa de todo. Entonces la abuela lloraba y el abuelo perdía los papeles. Don Luis no fue nunca capaz de soportar el llanto de los demás.
Por todo ello, el abuelo jamás preguntaba por papá. Sólo nos decía, Ah, mis ángeles, cada día más guapas las dos.
La abuela sí preguntaba a mamá por su marido, aunque lo hacía casi a escondidas para no hacer enfadar al abuelo. La apartaba discretamente de las efusivas muestras de cariño y, asiéndola del brazo, se dirigían ambas hacia la casa. Una vez alcanzaban la distancia suficiente, la abuela le susurraba al oído, ¿Cómo está tu marido? Ni siquiera pronunciaba el nombre de mi padre, tan solo trataba de afianzar con aquellas palabras “tu marido” el matrimonio de su hija para que ésta se sintiera bien casada y pudiera hacer frente a las amenazas del romanticismo incorregible de su padre. Y la incuestionable atracción que seguía existiendo entre Vicente y mamá, que ella, pese a ser una mujer decente y cabal, sabía ver los sentimientos entre hombres y mujeres.
Mamá, dejándose guiar por la abuela y segura de que cuanto ésta hacía o decía era por su bien, miró de reojo a Vicente y, cumpliendo con su papel de señora, se alejó sin decirle adiós. Cambiando la risa alegre y chillona de los momentos anteriores, por la resignada sonrisa que correspondía a una mujer de su condición. Yo, sin embargo, me alcé sobre la punta de mis pies y le di cuatro besos, dos en cada mejilla para compensar ausencias futuras, aprovechando que la abuela y mamá habían ya vuelto la espalda a los sueños. Vicente se mostró feliz con mis muestras de cariño y, después de corresponder con ternura a mis besos y levantarme en volandas como hiciera con mamá antes de que ella se sentara a su lado, me saludó respetuosamente quitándose la gorra y se metió en el coche que dos muchachas habían ya vaciado de equipaje. Después apretó el acelerador y, saludando a mi abuelo con un amigable ademán de mano, le dijo con aire de misterio, Les recojo a las seis. Yo me quedé con la boca abierta y luego miré al abuelo buscando una respuesta, Es que mañana vamos a ir a pescar pero no digas nada a tu madre o a la abuela que no te dejarán que vengas, ¡Qué bien!, grité lanzándome a los brazos del abuelo.
Aquella noche, después de cenar, mamá y la abuela se enfrascaron en una aburrida conversación de mujeres y el abuelo, cogiendo a escondidas su pipa y tabaco me dijo, Ven, vamos a dar una vuelta que aquí hace mucho calor. Yo me sentía inquieta. Durante toda la cena había observado la puerta disimuladamente, con la esperanza de verlo aparecer en cualquier momento y sin atreverme a preguntar por él. No fue hasta que nos alejamos de la casa y mientras el abuelo encendía su pipa y fumaba con deleite, que me atreví a preguntar, ¿No vendrá tío Guillermo? Mi abuelo me sonrió y me dijo guiñándome un ojo, ¡Te gusta tío Guillermo, eh! Bajé la cabeza avergonzada. Noté como la sangre escalaba mi cuerpo a velocidad de vértigo y el abuelo, sin dejar de sonreír, se agachó para mirarme a los ojos, a pesar de su edad mantenía una figura envidiable en su metro noventa de estatura, y me dijo con voz cálida, ¡Eh! No te apures pequeña. Mientras no pierdas la realidad de vista, no hay nada de malo en ello. No es pecado, solo son sueños.
El tio Guillermo vino dos días después, acompañado de una morena que lucía con descaro sus veinte primaveras. Al principio la odié, sin embargo no tardó en hacerse dueña de mi voluntad. Era un torbellino que a veces te cortaba el aliento con su potencia y su incansable alegría, pero al tiempo era tanto el amor que tenía para dar que te resultaba imposible no caer en sus redes y abandonarse a la felicidad. Las salidas a la playa eran frecuentes y como mamá y la abuela no nos acompañaban nunca, nos perdíamos en un rincón entre las rocas donde el tío Guillermo y Manuela, que así se llamaba aquella belleza fresca y morena, se desprendían de toda la ropa y se lanzaban al agua como vinieron al mundo. Debo reconocer que me costó muy poco desnudarme yo también y acostumbrarme a aquella situación que en los ambientes en que vivía habría sido considerada una auténtica indecencia. Nadar en el mar, completamente desnuda y en compañía del tío Guillermo y Manuela, me hacía sentir tan libre y tan feliz que estoy segura de que solo el nacimiento de mi hija años más tarde pudo superar tanta dicha.
Poco a poco, mi tierno corazón fue comprendiendo y aceptando la realidad, el tío Guillermo no era para mí, era para Manuela y eso me alegraba porque llegué a quererla como a pocas personas había querido hasta entonces, pero nada me impedía que por las noches siguiera soñando con él y disfrutando del placer de hacerlo, siempre que, como me dijo el abuelo, no perdiera la realidad de vista. Naturalmente, a medida que fueron pasando los años la pasión por el tío Guillermo fue desapareciendo para dar paso a los múltiples amores que viví desde bien jovencita, creyendo siempre que sería el definitivo que, pese a mi activa búsqueda, aún no he encontrado, seguramente porque aprecio mucho más mi libertad que un matrimonio como el de mamá. Lo que no me ha impedido ser madre de una niña preciosa que desgraciadamente no pudo conocer al abuelo, pero a la que espero ser capaz de transmitirle la libertad y autoestima que él me transmitió con apenas seis palabras: no es pecado, solo son sueños.
Poco a poco, mi tierno corazón fue comprendiendo y aceptando la realidad, el tío Guillermo no era para mí, era para Manuela y eso me alegraba porque llegué a quererla como a pocas personas había querido hasta entonces, pero nada me impedía que por las noches siguiera soñando con él y disfrutando del placer de hacerlo, siempre que, como me dijo el abuelo, no perdiera la realidad de vista. Naturalmente, a medida que fueron pasando los años la pasión por el tío Guillermo fue desapareciendo para dar paso a los múltiples amores que viví desde bien jovencita, creyendo siempre que sería el definitivo que, pese a mi activa búsqueda, aún no he encontrado, seguramente porque aprecio mucho más mi libertad que un matrimonio como el de mamá. Lo que no me ha impedido ser madre de una niña preciosa que desgraciadamente no pudo conocer al abuelo, pero a la que espero ser capaz de transmitirle la libertad y autoestima que él me transmitió con apenas seis palabras: no es pecado, solo son sueños.
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2 comentarios:
Excelente texto Julia!
Los sueños no pueden ser nunca un pecado,sería como cortar las alas a la libertad.
El amor nace dentro de nosotros mismos aunque las personas lo solemos visualizar en otras,pero este sentimiento nos pertenece pues sin duda emana desde nuestro ser.
Dichos@ los que lo sienten pues solo ellos lo pueden dar,pues para poder amar hay que amarse primero uno mismo,por eso el amor ni se busca ni se encuentra solo hay que tenerlo.¡Felicidades!
Saludos afectuosos!
Saludos afectuosos
Gracias Antonio, me halagan tus palabras, no solo porque te ha gustado mi cuento, que también, sino sobre todo y muy especialmente por la sinceridad y afecto que pones en ellas. Eres un gran tipo.
Un abrazo muy fuerte.
Ah, por cierto, por culpa de lo que publicaste en tu blog, mañana voy a Vidrà, jajajaja...
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