Don Perico de los Palotes, hijo de Don Pericote de los Palotes, nieto de Don Pericón de los Palotes, y de Doña Perica de las Palatazas, se sabía de una raza superior por ser un pura sangre. Su árbol genealógico se remontaba a los tiempos en que los nobles hidalgos, una vez foragitaron a los judíos por usureros y a los moros por herejes, y se quedaron con las riquezas de ambos, fundaron familias poderosas de cristianos viejos, dispuestos a conquistar el mundo y a construir un país uno, único e indivisible, en el que no se pusiera nunca el sol, aunque para ello tuvieran que cortarles las cuerdas vocales a todos los nativos que hallaran en las nuevas tierras conquistadas para evitar que se hablara cualquier otro idioma que no fuese el único que ellos eran capaces de dominar.
Naturalmente, el fundador de tan noble estirpe fue Don Periconazo de los Palotazos, hidalgo respetado entre los hidalgos por la gran fortuna que fue capaz de acaparar y la cantidad de gargantas que fue capaz de cortar. Desde entonces, no hubo descendiente alguno que no emparentara con lo más rancio y genuino de las diferentes castas que por aquellas tierras corrieron. Dicen que tales fueron sus logros en la catalogación de seres humanos, que los expertos boers que impusieron el apartheid en África del Sur, vinieron a Castamantilla Dallarriba, donde se guardan papeles saqueados en guerras recientes, para consultar los viejos archivos de los antepasados de Don Perico de los Palotes.
Don Perico a su vez, casó con dama de noble cuna, doña Periquita de las Palatazitas.
Fruto de su noble unión, aportaron a la saga a los niños Periquito y Periquitita de los Palotes y Palatazitas, quienes dieron muestra desde pequeños de ser dignos descendientes de hidalgos viejos. Bueno, a Periquitita hubo que atarla muy corto porque resultó un poco malvaloca, pero con una buena orientación de las Hermanas Descalzas del Santo Martirio, confiaban en hacer de ella una señorita como Dios manda.
Todo fue sobre ruedas hasta que un día, a causa de la globalización, se dijo, se instaló un burdel en Castamantilla Dallarriba. No es que no hubieran habido putas hasta entonces, que en toda sociedad decente debe haberlas ¿de qué otra forma si no van a conservar las damas de buena cuna su casta virginidad? Sin embargo, aquél no era un burdel como los de siempre, oscuro y clandestino, aquél era un burdel que se anunciaba descaradamente con luces de neón en color rosa brillante. Las señoras de la villa, de las buenas casas de las Palatas, las Palatazitas, las Palatazas, las Palatacentas y demás Palas de vieja alcurnia, se escandalizaron y organizaron una liga antivicio para expulsar a las putas nuevas.
Hubo un juicio en el que todos los ciudadanos de bien se sentaron a la diestra del juez, mientras toda la chusma se sentó a la izquierda ¿dónde si no? Una vez hubóse colocado cada uno en su sitio, se abrió una puerta lateral (del lado izquierdo naturalmente) y aparecieron las acusadas, tres mulatas despampanantes de veinte años con redondeces tan suaves que de pronto las curvas de las lugareñas parecieron aristas. Los rostros altivos, los pómulos altos, labios protuberantes de sabrosa miel, miradas felinas y ojos almendrados del color del caramelo. Unos andares que, como dice Sabina, movían el culo que derretían el hielo de las copas. Al pasar frente a Don Perico de los Palotes, la más sonriente y descarada de las tres le guiñó un ojo con picardía. Don Perico vaciló unos instantes ante tanta y tan cercana dulzura y murmuró a modo de autodefensa, Yo a usted no la conozco. No, mi amor, pero me conocerás muy pronto. Las murmuraciones en la sala subieron de tono y las gentes se revolvieron en sus asientos hasta que los golpes diestros y autoritarios del juez pusieron orden en la sala y a cada cual en su lugar.
No pudieron expulsar a las putas de Castamantilla Dallarriba. No lo permitieron ni la Constitución ni los poderes del notario que, aunque lógicamente nunca se hizo público, fue quien puso el capital para montar el burdel. Los castamantillereños se acostumbraron a su presencia y se limitaron a educar a sus hijos en el uso del preservativo, que una cosa era dejar por el mundo bastardos de tu misma raza y otra muy distinta convertir a Castamantilla Dallarriba en una humanidad multicolor.
Don Perico de los Palotes no tuvo nunca intención de frecuentar el burdel. Él tenía sus putas fijas que, aunque de familias sin posibles, eran castamantillereñas de antiguo. Sin embargo una noche, después de las copas de rigor en el Círculo Ecuestre, tras una opípara cena para celebrar el éxito de unos negocios (no preguntéis qué tipo de negocios porque los grandes señores siempre hacen negocios, como los gánsteres de las películas americanas), Don Perico de los Palotes accedió a acompañar a sus amigotes al nuevo burdel. En cuanto la hermosa mulata de fino chocolate que le guiñara el ojo le vio entrar, se movió sensualmente hacia él y lo arrastró hasta una habitación en penumbra, iluminada únicamente por una pequeña lámpara de sal. Don Perico se dejó hacer y vivió la experiencia más gratificante de su vida. ¡Válgame Dios! repetía extasiado. No, mi amor, le replicó la dulce mulata, Él no tuvo nada que ver con esto, lo has hecho tú solito. Por cierto, mi amor, estás muy bien dotado, creo que eres de los nuestros, ningún cara pálida lo hace como lo haces tú. Don Perico dio un respingo y se estremeció. Pagó a la muchacha, se vistió a toda prisa y corrió a casa a ducharse y quitarse de encima toda sombra de sospecha. En la ducha, bajo el agua calentita no pudo evitar tocarse y retorcerse de gusto recordando el placer que la joven mulata le había proporcionado aquella noche. Entonces recordó las terribles palabras “eres de los nuestros.” Se miró detenidamente en el espejo, sus atributos siempre fueron más grandes que los de sus compañeros de colegio ¡y mucho más oscuros! ¡Por Dios! ¿sería verdad? No, no podía ser cierto. Su madre, Doña Perica de las Palatazas siempre fue una santa. Además ¿cómo iba a plantearle algo así ahora que vivía en el limbro a causa del Alzheimer?
A partir de ese día Don Perico de los Palotes vivía la duda como un auténtico martirio. Podía soportar muchas cosas, era un hombre valiente y aguerrido, capaz de tomar las decisiones más difíciles, como cuando tuvo que cerrar la fábrica y reabrirla con otro nombre para evitar pagar a Hacienda y a la Seguridad Social. Tuvo que despedir a casi quinientos trabajadores, muchos de ellos en plantilla desde los tiempos en que su padre dirigía la empresa. No fue agradable. Sin embargo esto de ahora, la duda de que pudiera no ser un pura sangre, no le dejaba dormir. Solo de pensar que sus amigos pudieran decir de él que dejaba de ser un whisky de malta para convertirse en un ron de garrafón, se le venía el mundo encima.
Finalmente se decidió a despejar toda sospecha y, convencido de que los resultados serian satisfactorios, contrató a los mejores investigadores. Sin embargo, éstos le trajeron noticias inquietantes. Hacía unos cuarenta y cuatro años (Don Perico está en los cuarenta y cinco recién cumplidos), sucedió algo escandaloso en Castamantilla Dallarriba. Una orquesta cubana se estableció en el Gran Casino y amenizó la velada de la buena sociedad hasta que el guapísimo mulato que tocaba el trompón amenizó algo más a una dama, cuyo esposo pilló in flagranti mientras se deshacía de gusto bajo el hermoso cuerpo de color canela del músico. El caso fue que la orquesta desapareció y se echó tierra por encima. Y aunque las gentes siguieron murmurando, con el tiempo todo se olvidó. Ya se sabe que un escádalo dura hasta que otro lo sustituye.
Don Perico de los Palotes corrió a la residencia en la que decidió encerrar a su madre porque tenerla en casa era un fastidio.
Don Perico a su vez, casó con dama de noble cuna, doña Periquita de las Palatazitas.
Fruto de su noble unión, aportaron a la saga a los niños Periquito y Periquitita de los Palotes y Palatazitas, quienes dieron muestra desde pequeños de ser dignos descendientes de hidalgos viejos. Bueno, a Periquitita hubo que atarla muy corto porque resultó un poco malvaloca, pero con una buena orientación de las Hermanas Descalzas del Santo Martirio, confiaban en hacer de ella una señorita como Dios manda.
Todo fue sobre ruedas hasta que un día, a causa de la globalización, se dijo, se instaló un burdel en Castamantilla Dallarriba. No es que no hubieran habido putas hasta entonces, que en toda sociedad decente debe haberlas ¿de qué otra forma si no van a conservar las damas de buena cuna su casta virginidad? Sin embargo, aquél no era un burdel como los de siempre, oscuro y clandestino, aquél era un burdel que se anunciaba descaradamente con luces de neón en color rosa brillante. Las señoras de la villa, de las buenas casas de las Palatas, las Palatazitas, las Palatazas, las Palatacentas y demás Palas de vieja alcurnia, se escandalizaron y organizaron una liga antivicio para expulsar a las putas nuevas.
Hubo un juicio en el que todos los ciudadanos de bien se sentaron a la diestra del juez, mientras toda la chusma se sentó a la izquierda ¿dónde si no? Una vez hubóse colocado cada uno en su sitio, se abrió una puerta lateral (del lado izquierdo naturalmente) y aparecieron las acusadas, tres mulatas despampanantes de veinte años con redondeces tan suaves que de pronto las curvas de las lugareñas parecieron aristas. Los rostros altivos, los pómulos altos, labios protuberantes de sabrosa miel, miradas felinas y ojos almendrados del color del caramelo. Unos andares que, como dice Sabina, movían el culo que derretían el hielo de las copas. Al pasar frente a Don Perico de los Palotes, la más sonriente y descarada de las tres le guiñó un ojo con picardía. Don Perico vaciló unos instantes ante tanta y tan cercana dulzura y murmuró a modo de autodefensa, Yo a usted no la conozco. No, mi amor, pero me conocerás muy pronto. Las murmuraciones en la sala subieron de tono y las gentes se revolvieron en sus asientos hasta que los golpes diestros y autoritarios del juez pusieron orden en la sala y a cada cual en su lugar.
No pudieron expulsar a las putas de Castamantilla Dallarriba. No lo permitieron ni la Constitución ni los poderes del notario que, aunque lógicamente nunca se hizo público, fue quien puso el capital para montar el burdel. Los castamantillereños se acostumbraron a su presencia y se limitaron a educar a sus hijos en el uso del preservativo, que una cosa era dejar por el mundo bastardos de tu misma raza y otra muy distinta convertir a Castamantilla Dallarriba en una humanidad multicolor.
Don Perico de los Palotes no tuvo nunca intención de frecuentar el burdel. Él tenía sus putas fijas que, aunque de familias sin posibles, eran castamantillereñas de antiguo. Sin embargo una noche, después de las copas de rigor en el Círculo Ecuestre, tras una opípara cena para celebrar el éxito de unos negocios (no preguntéis qué tipo de negocios porque los grandes señores siempre hacen negocios, como los gánsteres de las películas americanas), Don Perico de los Palotes accedió a acompañar a sus amigotes al nuevo burdel. En cuanto la hermosa mulata de fino chocolate que le guiñara el ojo le vio entrar, se movió sensualmente hacia él y lo arrastró hasta una habitación en penumbra, iluminada únicamente por una pequeña lámpara de sal. Don Perico se dejó hacer y vivió la experiencia más gratificante de su vida. ¡Válgame Dios! repetía extasiado. No, mi amor, le replicó la dulce mulata, Él no tuvo nada que ver con esto, lo has hecho tú solito. Por cierto, mi amor, estás muy bien dotado, creo que eres de los nuestros, ningún cara pálida lo hace como lo haces tú. Don Perico dio un respingo y se estremeció. Pagó a la muchacha, se vistió a toda prisa y corrió a casa a ducharse y quitarse de encima toda sombra de sospecha. En la ducha, bajo el agua calentita no pudo evitar tocarse y retorcerse de gusto recordando el placer que la joven mulata le había proporcionado aquella noche. Entonces recordó las terribles palabras “eres de los nuestros.” Se miró detenidamente en el espejo, sus atributos siempre fueron más grandes que los de sus compañeros de colegio ¡y mucho más oscuros! ¡Por Dios! ¿sería verdad? No, no podía ser cierto. Su madre, Doña Perica de las Palatazas siempre fue una santa. Además ¿cómo iba a plantearle algo así ahora que vivía en el limbro a causa del Alzheimer?
A partir de ese día Don Perico de los Palotes vivía la duda como un auténtico martirio. Podía soportar muchas cosas, era un hombre valiente y aguerrido, capaz de tomar las decisiones más difíciles, como cuando tuvo que cerrar la fábrica y reabrirla con otro nombre para evitar pagar a Hacienda y a la Seguridad Social. Tuvo que despedir a casi quinientos trabajadores, muchos de ellos en plantilla desde los tiempos en que su padre dirigía la empresa. No fue agradable. Sin embargo esto de ahora, la duda de que pudiera no ser un pura sangre, no le dejaba dormir. Solo de pensar que sus amigos pudieran decir de él que dejaba de ser un whisky de malta para convertirse en un ron de garrafón, se le venía el mundo encima.
Finalmente se decidió a despejar toda sospecha y, convencido de que los resultados serian satisfactorios, contrató a los mejores investigadores. Sin embargo, éstos le trajeron noticias inquietantes. Hacía unos cuarenta y cuatro años (Don Perico está en los cuarenta y cinco recién cumplidos), sucedió algo escandaloso en Castamantilla Dallarriba. Una orquesta cubana se estableció en el Gran Casino y amenizó la velada de la buena sociedad hasta que el guapísimo mulato que tocaba el trompón amenizó algo más a una dama, cuyo esposo pilló in flagranti mientras se deshacía de gusto bajo el hermoso cuerpo de color canela del músico. El caso fue que la orquesta desapareció y se echó tierra por encima. Y aunque las gentes siguieron murmurando, con el tiempo todo se olvidó. Ya se sabe que un escádalo dura hasta que otro lo sustituye.
Don Perico de los Palotes corrió a la residencia en la que decidió encerrar a su madre porque tenerla en casa era un fastidio.
Después del beso de rigor (rigos mortis), Don Perico arroja sus preguntas al rostro de su madre que abre los ojos asombrada. A punto está de contestarle pero se retiene a tiempo para no delatarse, el Alzheimer le vino de perlas para abandonar el odiado hogar familiar y teme que, de saberse que tiene lagunas de lucidez, puedan hacerle volver (nada más lejos de la realidad). Don Perico de los Palotes, al ver que su madre vuelve a la expresión ida de siempre, se resigna a marcharse arrastrando la duda respecto a su categoría alcohólica. A punto está de abandonar la sala cuando oye a su espalda, Desagradecido ¿por qué crees que tienes esos atributos tan hermosos? Don Perico se vuelve sorprendido pero para entonces su madre ya ha recuperado su faz pasmada, aunque le parece notar una picardía en la mirada imposible de disimular.
Zearié Lijsail
4 comentarios:
Magnifico
Gracias, amigo.
Genial, salvadora malaltia, en aquest cas... genial.
Gràcies Zel. Ja veus, quina raó tenia l'Einstein amb alló de la relativitat, jejeje...
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